
Sofía sentía que estaba desenterrando no solo el pasado de su familia, sino el de la tierra misma. La libreta de Ivan era su Rosetta. Había un pasaje especialmente enigmático, garabateado al final de una entrada sobre las propiedades «vitales» de la cepa viral: «La absorción… no es aniquilación, sino un estado de preservación simbiótica. El huésped… se convierte en parte de la red… un componente energético. El objetivo: la transmutación gradual del entorno. Un vasto y silencioso jardín.» «¿Un vasto y silencioso jardín?» La idea era absurda y aterradora. ¿Podría el virus estar usando a los humanos para algún propósito desconocido en el ecosistema? Mientras los equipos de investigación de la OMS luchaban por comprender la genética del «Sueño de Piedra», Sofía se centró en la geografía. Utilizando los datos de los drones y las pocas descripciones del baqueano, mapeó los puntos de entrada al monte de los infectados. Todos convergían, no hacia un punto único, sino hacia lo que parecía ser una vasta formación de montículos de tierra y densa vegetación, casi como si el monte mismo estuviera construyendo algo. Un equipo de científicos, desafiando la cuarentena, logró obtener muestras de suelo y vegetación de los bordes de la zona de convergencia. Los resultados preliminares eran desconcertantes. En lugar de la esperada descomposición o la ausencia de vida en el suelo, encontraron una explosión de microflora y raíces inusualmente robustas. Los árboles, aparentemente de edad indeterminada, parecían estar creciendo a un ritmo acelerado, sus copas más densas y sus hojas de un verde más profundo, casi antinatural.

El misterio se profundizó con el análisis de los campos electromagnéticos en la zona. Los instrumentos de los drones detectaron fluctuaciones anómalas, pulsaciones rítmicas que parecían emanar de lo profundo del monte. No eran fenómenos naturales ni señales de equipos humanos. Era como si una inmensa y desconocida «maquinaria» estuviera operando bajo la tierra, alimentada por una fuente de energía que aún no podían identificar.
Sofía, con la ayuda de un anciano chamán qom de una comunidad cercana a Sáenz Peña, escuchó relatos ancestrales sobre un «corazón del monte» que latía bajo la tierra. Un lugar de poder, donde los espíritus de la naturaleza se conectaban y donde el tiempo y la vida se entrelazaban de formas inexplicables. El chamán, con una mirada grave, le advirtió: «El monte toma lo que necesita. A veces, la ofrenda es el silencio.»
¿Era el virus una extensión de este «corazón del monte»? ¿O una entidad que lo había cooptado para sus propios fines? La idea de que los cuerpos petrificados de los afectados no fueran simplemente desechos, sino componentes activos de una red biológica emergente, era escalofriante. El «Sueño de Piedra» no era una enfermedad que mataba, sino una que transformaba, una que reciclaba la esencia humana para construir algo más grande y desconocido. El monte no solo absorbía a las personas, sino que las estaba integrando en una nueva forma de existencia. Y en ese proceso, la humanidad de Sáenz Peña se estaba convirtiendo en el fertilizante de un misterio que apenas comenzaba a revelarse.