Capítulo 4: El Laberinto de la Casa Cruz

La libreta de Ivan se había vuelto su obsesión. Cada nueva línea traducida revelaba una capa más de misterio. En las últimas páginas, encontró un croquis rudimentario, casi un mapa estelar, que parecía conectar puntos específicos del Chaco. Junto a un dibujo de una casa con una forma inusual de cruz, una frase en cursiva y con la caligrafía nerviosa de su bisabuelo: «La Casa Cruz. Ancla de la red. La llave.» Sofía conocía el mito de la Casa Cruz. Era un lugar emblemático en Sáenz Peña, una construcción singular, con una arquitectura que desafiaba la lógica, ubicada en medio del campo, lejos del centro urbano. Se decía que la había construido un inmigrante búlgaro, Nikolai Petrov, en 1945, con la creencia de que era «un mensaje de Dios para el pueblo». Abandonada durante años, se había convertido en un foco de leyendas urbanas, rituales y curiosas anécdotas. Ahora, era un patrimonio histórico, restaurado y abierto al público. Pero Ivan Sokolov, su bisabuelo, un científico, no se habría interesado en una leyenda si no hubiera algo más. Con la Casa Cruz en mente, Sofía regresó a los mapas de calor de los drones y las fluctuaciones electromagnéticas. Para su asombro, el centro de las anomalías en el monte no era un punto cualquiera, sino que se alineaba con la ubicación de la Casa Cruz, como si la vivienda fuera el eje de toda esa actividad inusual. El mito no era solo folclore; era una brújula.

Decidió visitar la Casa Cruz. La sensación de inquietud era palpable al acercarse. A pesar de haber sido restaurada, parecía abandonada por el nuevo fenómeno, el aire alrededor de la casa parecía más denso, cargado de una energía sutil que le erizó la piel. El diseño en cruz, con sus cuatro puertas orientadas a los puntos cardinales y los cuatro aljibes en los vértices, cobraba un nuevo significado a la luz de las anotaciones de Ivan. En el interior, el espacio era frío y extraño. Sofía notó algo que nunca antes se había mencionado en las descripciones turísticas: un leve, casi imperceptible, zumbido de baja frecuencia que parecía emanar del suelo. Era el mismo tipo de resonancia que los instrumentos detectaban en el monte. Se arrodilló y tocó el viejo suelo de baldosas. Una leve vibración corrió por sus dedos. La casa no era solo una construcción, era parte de algo más grande. Recordó otro fragmento de la libreta de Ivan: «El flujo etérico del planeta… canalizado. Los puntos de convergencia… para la manifestación. La forma… no es casualidad.» ¿Estaba Ivan implicado en la construcción de la Casa Cruz? ¿O simplemente había descubierto su función? Sofía sospechó que la Casa Cruz no era solo un «ancla», sino un concentrador. ¿Concentrador de qué? Si el virus estaba transmutando a los humanos en energía para la tierra, ¿estaba la Casa Cruz en el centro de ese proceso? ¿Era un nexo entre los afectados, el virus y el monte? El misterio se profundizó: si Nikolai Petrov, el constructor, había afirmado que la casa era «un mensaje de Dios», ¿qué papel jugaba la fe o la intención en este proceso biológico-energético? ¿Había Petrov sido un visionario, un místico, o un peón inconsciente de una fuerza mayor que él? Sofía se dio cuenta de que no solo estaba lidiando con un virus, sino con una inteligencia oculta detrás de él, o al menos, con una compleja interacción entre vida, energía y conciencia que desafiaba todo lo que la ciencia moderna comprendía. El «Sueño de Piedra» era solo la punta del iceberg de una conexión profunda y aterradora entre el alma humana, la tierra chaqueña y los ecos dormidos de una guerra lejana que habían traído consigo. La Casa Cruz, ese faro en el campo, no era un simple edificio, sino el punto cero de un misterio que amenazaba con redefinir la existencia.