Capítulo 7: Caminos Convergentes – El Encuentro de la Mente y el Músculo

Sofía, ensimismada en el laberinto de la Casa Cruz, apenas era consciente del creciente caos en el centro de la ciudad. Sus días se consumían entre la polvorienta libreta de Ivan, los análisis de datos de los drones y las visitas clandestinas al sótano resonante. La conexión entre el «corazón» cristalino y los «dormientes» en el monte se volvía cada vez más clara, pero la urgencia de su investigación chocaba con el creciente peligro.

Fue la escasez de provisiones y la imposibilidad de moverse libremente lo que finalmente la obligó a salir de su burbuja. La cuarentena era estricta, y los escasos puntos de distribución de alimentos estaban cada vez más lejos de su casa, y peligrosamente cerca de las áreas donde los «dormientes» mutados eran más agresivos.

Un día, mientras intentaba conseguir agua embotellada, fue interceptada por un grupo de tres «dormientes» que patrullaban una avenida cercana. Sus ojos vacíos se fijaron en ella, y la palidez de su piel la hizo retroceder instintivamente. Antes de que pudieran reaccionar, una figura se abalanzó desde un callejón lateral.

Era Ricky Fuentes. Con una vara de madera en la mano, se movía con la agilidad de un luchador experimentado, desviando los ataques rígidos de los infectados. Su rostro estaba marcado por el cansancio y la tensión, pero sus ojos brillaban con una determinación férrea. «¡Corré, piba!», gritó, bloqueando un golpe que habría sido devastador.

Sofía, aunque asustada, se quedó paralizada por un instante, observando la efectividad brutal de Ricky. Los «dormientes» no parecían sentir dolor, pero sus golpes precisos los desequilibraban, obligándolos a retroceder. Ricky, a pesar de su fuerza, estaba en desventaja numérica. Cuando uno de los infectados logró flanquearlo, Sofía reaccionó. Agarró una piedra del suelo y la lanzó con fuerza, golpeando al «dormiente» en la cabeza. No le causó daño, pero lo aturdió lo suficiente como para que Ricky pudiera crear una distancia y huir con ella hacia la seguridad de un edificio abandonado.

Dentro, entre jadeos, Sofía se presentó. «Soy Sofía. Estoy investigando esto, el virus, la Casa Cruz… Necesito entender qué está pasando».

Ricky la miró con recelo al principio. Para él, los científicos con sus trajes y sus discursos técnicos eran parte del problema, incapaces de ofrecer soluciones reales. «Investigando, decís», masculló, mientras se secaba el sudor de la frente. «Mientras la gente cae como moscas y estos… cosos nos atacan. ¿De qué sirve tu investigación si no podemos defendernos?»

«¡Sirve para entender por qué nos atacan!», replicó Sofía con vehemencia. «Estos ‘cosos’, como vos les decís, están defendiendo algo en el monte. La Casa Cruz es parte de ello. Mi bisabuelo estuvo involucrado de alguna manera. Creo que están siendo usados para proteger una fuente de energía, una que está mutando el ecosistema del Chaco.»

La mención de la Casa Cruz pareció captar la atención de Ricky. «La Casa Cruz… es el lugar donde los drones registran la mayor concentración de esas cosas. Y el monte… Los que se van, se van por ahí. Es como si el monte los llamara.» Había algo en la desesperación de su voz, en la cicatriz sobre su ceja y la forma en que su cuerpo se tensaba, que convenció a Sofía de que este hombre, aunque rudo, era su aliado.

«Exacto», dijo Sofía, sacando la libreta de Ivan. «Mi bisabuelo escribió sobre una ‘red’, un ‘corazón resonante’ bajo la Casa Cruz. Creo que la gente que se pierde en el monte no está muerta, sino… conectada. Sirven como energía para algo más grande.»

Ricky se quedó en silencio, procesando la información. La idea era descabellada, pero encajaba con el comportamiento irracionalmente violento de los «dormientes» y la indiferencia de la fuerza mayor que los controlaba. «Así que… no son solo enfermos. Son soldados. Y la Casa Cruz es su base.»

Un nuevo entendimiento se forjó entre ellos. Sofía, la mente, la investigadora, con el conocimiento oculto de un pasado que se negaba a morir. Ricky, el músculo, el protector, con la experiencia brutal de la supervivencia en las calles sitiadas. Ambos comprendieron que, para salvar a Sáenz Peña, tendrían que unir sus fuerzas: la ciencia ancestral y la defensa desesperada de un pueblo.

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